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Haced discípulos de todos los pueblos


Publicación:08-09-2019
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“Si alguno viene donde mí...”. Para ser discípulo de Cristo, como es obvio, hay que ir donde él y no donde otro

En el momento de ascender al cielo Jesús dejó a sus apóstoles este mandato: “Id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt 28,19). Se trata obviamente de hacerlos “discípulos de Cristo”, como se deduce del medio indicado por Jesús para lograr esto: “Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Así lo entendieron los apóstoles, pues en los primeros tiempos el bautismo se administraba “en el nombre del Señor Jesús” (cf. Hech 2,38; 8,16), en la certeza de que por este medio se quedaba incorporado a Cristo como los sarmientos en la vid.

Es claro que la voluntad de Cristo es que todos los hombres y mujeres sean discípulos suyos. En su mandato de ir y hacer discípulos no se excluye ningún pueblo. Ser discípulo de Cristo es la condición necesaria para que el ser humano alcance su fin propio que es Dios mismo: “Yo soy el camino... Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). En este mismo sentido agrega: “Separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Interesa, entonces, saber a quién considera Jesús discípulo suyo, es decir, cuál es el perfil de un discípulo de Cristo. A esto responde Jesús en el Evangelio de hoy.

“Si alguno viene donde mí...”. Para ser discípulo de Cristo, como es obvio, hay que ir donde él y no donde otro. Esta es una condición necesaria, pero no suficiente. Jesús habla para el caso en que esa primera condición ya está cumplida: “Caminaba con él mucha gente”. Pero esto no basta. Por eso Jesús, volviendose hacia esa multitud, va a indicar una segunda condición necesaria: ”Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mio”. Lo que Jesús quiere decir es que en la disyuntiva entre el padre, la madre, la esposa, los hijos y hermanos, por una parte, y Jesús, por otra, hay que preferir a Jesús para poder ser su discípulo; en la disyuntiva entre la propia vida y Jesús hay que preferir a Jesús. La preferencia por Jesús tiene que ser tan radical, que, en su comparación, el sentimiento hacia la disyuntiva adquiere la forma de “odio”; odio precisamente por estar en contraste con Jesús, aunque se trate de las personas que debemos amar más entrañablemente: el padre, la madre, la esposa, etc.

En seguida, Jesús formula esta misma condición, esta vez no como disyuntiva: “El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mio”. Para ser discípulo de Jesús hay que estar dispuesto a seguirlo con la cruz hasta sufrir con él el mismo género de muerte. El discípulo de Cristo tiene que estar dispuesto a decirle lo que en su momento le dijo el primero de sus discípulos, Pedro: “Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte” (Lc 22,33). Por cierto, Pedro, si bien en un segundo momento, lo cumplió ampliamente, muriendo en la cruz, como su Señor.



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