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Visita los paisajes épicos de Irlanda


Publicación:15-09-2019
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Las islas de Aran y los acantilados de Moher son una muestra de la poderosa costa atlántica y sus curtidos habitantes

El pequeño muelle es un hervidero, desde primeras horas.

Los ferris van y vienen como abejas afanosas, pero no dan abasto; es conveniente reservar plaza por adelantado.

Y es que los barcos conducen a tres paraísos cuyos secretos los viajeros se transmiten como una contraseña: las islas de Aran.

Tres esquirlas de piedra que son la avanzadilla de Europa frente al Atlántico.

Allí la costa irlandesa, bien aprovechada en películas y series televisivas, alcanza un máximo de bravura.

Acantilados de vértigo orillados de espuma, tierra sin tierra donde la roca aflora por doquier, en los magros cultivos de patata, en los muros de los prados, en los fuertes megalíticos o capillas y torres medievales arruinadas: un paisaje épico solo atemperado por los tonos de la bruma, la humedad, el musgo o los helechos, y el trajín de ciclistas y caminantes, que llega a colapsar los caminos.

Más de mil visitantes al día pueden desembuchar los ferris en verano.

El imán que los atrae es sin duda la naturaleza, y la aventura.

Pero también la leyenda.

Imposible pensar en estas islas sin acordarse del mítico filme que en 1934 rodó Robert Joseph Flaherty, Man of Aran.

Película que a su vez sirvió de trasfondo a Martin McDonagh para su pieza teatral El cojo de Inishmaan, que el año pasado transitó con éxito por varios escenarios españoles.

En ella se refleja la vida de las islas de manera más ajustada que en el pretendido documental de Flaherty, quien en 70 minutos de portentoso metraje trufaba la historia con fakes, dramatizaciones imaginarias como el episodio central de la pesca del tiburón, algo desconocido a la sazón en las islas de Aran.

Nada ha cambiado en la mayor de las islas, Inishmore (inis mór en gaélico, “isla grande”), en lo que a paisaje se refiere.

Los isleños siguen siendo pocos, apenas 800 vecinos, mantenidos a raya por un solo policía, con dos escuelas para los críos, y los jóvenes buscando pareja en Internet.

Pero los turistas, en verano, lo cambian todo.

Alquilar una bici viene a costar diez euros al día, o menos, y solo a pedales o en coche de caballos se pueden acometer las calzadas que llevan a los sitios más codiciados.

El que se lleva la palma, sin duda, es Dún Aengus, un fuerte (dún) de la Edad de Bronce construido al filo de un acantilado imposible, y protegido por hasta tres anillos de muralla.

No es el único: hay otros tres fuertes parejos, aunque no tan grandiosos.

Otras atracciones son la iglesia de San Bheanáin, del siglo VI, dicen que la más pequeña del mundo (se trata de un cobertizo de apenas 3 × 2 metros), además de otras iglesias y cruces medievales, o la colonia de focas tumbadas panza arriba para aprovechar el sol.

Por las noches, en los hostales y pubs tradicionales, suele abundar la música en vivo, algo que en Irlanda no es ninguna novedad.

Las otras dos islas, más próximas a la costa, repiten más o menos el paisaje y forma de vida. Inishmaan (inis meáin, “isla media”) es la más tranquila, con poco más de 200 vecinos y escasos visitantes.

Tiene también dos fuertes y un túmulo de la edad de piedra, una capilla medieval, y casas de huéspedes muy acogedoras.

Inisheer (inis oírr, “isla oriental”), además de monumentos megalíticos y alguna iglesia y torre medievales, cuenta con un parque de aventuras para niños que hace las delicias… de los mayores.

El pueblo costero que sirve de trampolín para embarcar hacia las islas de Aran, Doolin, no parece ni pueblo, por la dispersión de sus cuatro casas y hoteles o restaurantes de inesperado refinamiento.

Pero hay algo más: de las últimas tapias arranca un sendero que conduce a la atracción natural más visitada de Irlanda: los acantilados de Moher.

Más de un millón de turistas al año se dan cita en el nuevo centro de interpretación subterráneo, camuflado bajo la hierba y equipado con últimas tecnologías.

De allí parten senderos balizados que recorren el filo de paredes cortadas a pico por la furia del océano, con escollos, farallones y pináculos batidos por la espuma, y habitados por la mayor colonia de aves marinas del país: anidan allí más de 20 especies, entre ellas los graciosos frailecillos, chovas, gaviotas o halcones peregrinos.

No hay que rodar muchos kilómetros para hallar otras sorpresas del condado de Clare. Siguiendo hacia el sur por la recién establecida Ruta Costera del Atlántico (www.wildatlanticway.com), pronto aparece Spanish Point con un puñado de hoteles y tabernas con resonancias hispanas.

Y es que hasta esas playas llegaron los pecios de la Armada Invencible, la que Felipe II enviara a luchar contra los protestantes, no contra los elementos.

A los náufragos españoles que llegaban con vida los mataban sin contemplaciones, eran las órdenes.

Más al sur, la península de Loop Head endulza la bravura de sus bordes con bucólicos prados de vacas, y pueblos tan hermosos como Kilrush, en el estuario del río Shannon.

Desde Kilrush se puede saltar en barco a la pequeña isla de Scattery, ahora deshabitada, una especie de isla museo, ya que cuenta con media docena de iglesias arruinadas; entre ellas el monasterio que fundara en el siglo VI San Senan, cuyo pozo milagroso sigue atrayendo a piadosos peregrinos.

El estuario del Shanon, el río más largo de Irlanda, se estrecha en embudo hasta tocar Limerick.

Otro lugar con leyenda, o mejor dicho, con literatura: es el telón de fondo del relato autobiográfico de Frank McCourt Las cenizas de Ángela, llevado al cine por Alan Parker.

Imposible reconocer el escenario lóbrego y lluvioso de la peli en la risueña Limerick actual.

Una ciudad limpia y amable, sin edificios de altura que hagan sombra a las torres de su catedral y su castillo del rey Juan.

Este ha sido objeto de una feliz intervención arquitectónica, y narra la historia de la ciudad a través de avanzados recursos audiovisuales.

Limerick fue el pasado año la primera Ciudad Nacional de la Cultura (réplica a las “capitales europeas de la cultura”) y eso le sirvió de revulsivo para activar sus reclamos, como el Milk Market o mercado cubierto con lonas vanguardistas, el centro de artesanos o el exquisito Museo Hunt.

Mucho ha llovido desde los tiempos de Ángela.

Solo que ahora, cuando llueve, la gente no acude en tropel a las iglesias, “dando a Limerick reputación de ciudad piadosa”: ahora hay sitios más confortables y divertidos donde guarecerse.



« Redacción »