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El espíritu inútil Poner la lavadora


Publicación:16-09-2019
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Ésta sí viene desde el fondo del alma del pueblo donde se condensan sus más grandes sacrificios y sus más altas aspiraciones de bienestar

La frase que resume los últimos cien años de la historia no es “Sangre, sudor y lágrimas” ni “Patria o muerte, venceremos” ni “Un pequeño paso para un hombre” ni “Tengo un sueño”, sino “Voy a poner la lavadora”, porque ésta sí viene desde el fondo del alma del pueblo donde se condensan sus más grandes sacrificios y sus más altas aspiraciones de bienestar, de clase, de raza y de género, y por eso, para pronunciarla, se espera una pausa de silencio alrededor para que resuene hasta el tuétano. Quienes la dicen sienten que con eso ya pertenecen a la humanidad, así, como Neil Armstrong. Y dicho y hecho, van y la ponen, actualmente a horas auténticamente desusadas como las once de la noche o las seis de la mañana, porque son mujeres ?nunca hombres? que tienen el resto del día ya ocupado de trabajo. Y entonces, en la ciudad, un rumor sordo, hondo, tectónico como de chaca-chaca recorre las paredes y los cimientos de los edificios que arrulla para dormirse o para despertarse, porque su motor tiene amortiguadores.

      La frase no podía haber sido “voy a abrir el refri” o “voy a prender la tele”, y la razón es que, desde siempre, el último orgullo que le queda a la pobreza es la limpieza, y por eso se ve a mujeres que ostentosamente lavan y lavan, porque mientras la ropa esté limpia la pobreza todavía está dentro de la dignidad, pobre pero limpia, y, ciertamente, en el origen las azoteas de los edificios de departamentos eran una planicie de lavaderos donde se armaba el chisme y se usaba Tepeyac en barra y Fab en polvo. Por cuestiones de dignidad, pues la revolución electrodoméstica de los años cincuenta tuvo su momento triunfante, no con refrigeradores o televisiones, sino con la llegada de las lavadoras compradas un 10 de mayo, con nombres que ya figuran en la mitología como Bendix, Acros, Crolls, aunque todavía había que subir la ropa a secarla y asolearla produciendo la imagen idílica de las sábanas flotando en el tendedero, que García Márquez utilizó para que Remedios la Bella se fuera al cielo, y el chisme de lavadero fue sustituido por la escena más íntima del ama de casa poniendo la lavadora, aunque los arquitectos nunca supieron ni ponerla ni dónde ponerla, y hubo que acomodarla en el cuadrito donde van las escobas con su cubierta de hule floreado o transparente para protegerla.

      En un anuncio de Samsung salía la encuesta “¿por qué los hombres nunca ponen la lavadora?”, y el resultado era “49 por ciento no sabe ponerla”. Y van a la lavandería donde hay una mujer que sí sabe. Lo que los anunciantes prometían y los sociólogos auguraban era el final de la servidumbre femenina, ya que lavar la ropa era una friega de todo el santo día, aunque, en realidad, el encumbramiento no fue a la cúspide de la liberación sino a la del estatus, que a menudo parece más importante, y es para eso por lo que se avisa, cuando hay familiares o visitas o cualquier otro público cautivo, que va a “poner la lavadora”, no se vayan a creer que aquí no hay. Y los siguientes avances técnicos no aumentaron la liberación sino aumentaron el estatus, y así como se empezaron a vender “centros de entretenimiento” para los reyecitos del hogar también aparecieron “centros de lavado” que ya incluyen la secadora (tan liberador que era subir a tender la ropa porque en la azotea nunca hay reyecitos), y entonces el siguiente avance en tecnología del estatus tampoco liberó a nadie, porque consistió en que la encumbrada supervisara a otra mujer venida de la pobreza para que lave y lave pero que no vaya a echar a perder la lavadora.

      La tarea de calcular el ciclo de lavado y la dosis de Suavitel y Vanishing es muy absorbente porque requiere una precisión como de laboratorio. Y, a fin de cuentas, poner la lavadora es un momento absorto donde ni el radio se puede prender porque aquélla ya trae su propia música de runrún y en donde quien lo hace se recoge en sus pensamientos, en sus ilusiones o en lo que le pasó a sus sueños mientras lava una que otra cosita delicada a mano con Vel Rosita; y quién sabe por qué será pero agarra una cara beatífica como de alguien hundida dentro de sí misma, y es que a lo mejor es la hora del día, aunque sean las seis de la mañana, en que puede estar acompañada de sí misma. Quizá por eso insiste en poner la lavadora.

      El mundo de la persecución de la chuleta, el de las finanzas y el de las poses, el de las violencias machistas y las demandas feministas, da la impresión de que es el mundo de hoy; pero con la sola pregunta de “¿y quién lava la ropa?”, que era un anuncio de Hoover, de pronto empieza a oírse el rumor de ese otro mundo, el de las azotehuela y los traspatio, que lleva todos los siglos de la ropa sucia y de la ropa limpia, que nadie ha podido detener. Quien cree que no existe es porque no lava la ropa o porque a las once de la noche no está en su casa. El verdadero motor de las ciudades no son los motores de los coches ni los motores del aire acondicionado ni los motores de búsqueda, sino los de las lavadoras, porque son los únicos que arrullan la vida.



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