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Las 80 vueltas al Sol de Alejandro Luna


Publicación:11-12-2019
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En principio, que se los merece.

El último hombre del teatro en México, nos dijo el autor de este breve ensayo sobre Alejandro Luna, recién cumplidos los 80 años de vida apenas el pasado domingo 1 de diciembre…

 El arquitecto Alejandro Luna alcanza sus 80 años de vida como el único sobreviviente de aquel cuarteto de magísteres cuyo teatro tocó en forma y fondo el corazón de la teatralidad contemporánea. Con Gurrola (1935-2007), Mendoza (1932-2010) y Margules (1933-2006), Luna aprovechó la enseñanza que le dio el teatro estudiantil de la UNAM, en los años cincuenta y sesenta, para recorrer un camino inédito en la escenografía y la iluminación del hecho escénico en nuestro teatro: organizar el espacio en función de todos los elementos del drama, incluyendo a los actores, pero también en virtud del espacio en sí mismo, de su función como el lugar en el que ocurre el fingimiento de lo real, la ficción dramática.

      ¿Qué se puede agregar a la biografía de un artista que ha recibido los más importantes reconocimientos nacionales e internacionales por su tarea, y cuyo sólo apellido figura una época majestuosa del teatro en México?

      En principio, que se los merece. Luna exploró el territorio que abrieron los artistas plásticos que colaboraron con el teatro en los años cincuenta, y aprovechó el academicismo de Julio Prieto, practicado por Antonio López Mancera, para transformar los decorados del teatro convencional en un espacio vivo, con respiración propia. Entre tantas y tan variadas escenografías como ha realizado en México y el extranjero en sus 50 años de labor, hallamos que su formación como arquitecto fue determinante en su concepción del espacio escénico y la forma de levantar muros que no sostienen nada y puertas y ventanas que no dan a ninguna parte, para decirlo con sus palabras.

      Como estudiante le tocó el auge de la arquitectura funcionalista que abominaba los decorados falsos, y en el teatro de los años cincuenta todo era falso en los decorados. Él los hizo verosímiles. La casa de campo que montó para el Tío Vania, de Chéjov, en el breve foro del Arcos Caracol, era una auténtica y enorme dacha gracias a los ventanales que desmontó de su casa de Coyoacán. La luz hacía el resto creando una atmósfera diurna y otra nocturna que aún permanece en mi retina. En ese mismo escenario hizo un sótano impresionante para La señorita Julia, de Strindberg, cumpliendo con la luz, en tiempo real, el avance del tiempo que marca el autor: de la noche de San Juan al amanecer.

      “La escenografía es un arte cinético, su materia es el espacio y el tiempo, es un arte del movimiento. La escenografía se mueve, actúa. El diseño de una escenografía podría ser el diseño de una partitura que registra en una sucesión de minutos o de segundos la integración del espacio con el texto, con la música y con los actores. La escenografía está más cerca de la música y de la danza que de las artes plásticas”, escribió Luna en el epílogo del bellísimo libro que editó El Milagro en 2001 con el apoyo del Conaculta, el INBA y el Festival Internacional Cervantino.

La mancuerna infernal

Alejandro Luna y Ludwik Margules trabajaron junto en 16 ocasiones, 13 para obras de teatro y tres para ópera. Difícilmente se podría hallar una pareja de hombres de genios tan distintos y complementarios. La furia polaca y la cólera mexicana; extrovertida la de Margules, contenida la de Luna. Los dos montados en sus convicciones, los dos buscando la esencia del hecho escénico. Margules mascando la carne de los actores hasta el aullido del comediante. Luna interrogando al espacio hasta encontrar un punto de partida para la poiésis del acto.

      En 1966 el Frontón de Ciudad Universitaria se convirtió en una pista de lanzamiento de cohetes para La trágica historia del Doctor Fausto, de Marlowe, montaje en el que Margules criticaba el poder destructivo de la ciencia en el siglo XX con una tragedia del siglo XVI. En 1983, en la cima del poder creativo de ambos personajes, montan el guión cinematográfico de Bergman De la vida de las marionetas, que nos dejó sin aliento por el clima de violencia física y mental que logró Ludwik, por la profunda personalización del personaje que logró Fernando Balzaretti en compañía de Julieta Egurrola, Rosa María Bianchi, Emilio Echeverría y Luis de Tavira, y sobre todo por la escenografía y la brillante iluminación de Luna que, paradójicamente, revelaba la oscuridad del alma. Aunque fueron amigos hasta la muerte de Margules, dejaron de trabajar juntos en 1987.

      Dos hombres tan exigentes consigo mismos y tan demandantes con el otro, entendieron que para seguir siendo amigos debían disolver su matrimonio escénico.

  

Triunfo y derrota

Aunque para Héctor Mendoza la escenografía nunca fue el plato fuerte de sus montajes, trabajó con Luna en nueve ocasiones, tres de ellas para producciones espectaculares que fueron un triunfo para el escenógrafo y una debacle para el director.

      El desastre llegó con Ana Karénina, en 1978. Esta fue una producción de, Teatro de la Nación, un membrete creado por Margarita López Portillo, la nefasta hermana del presidente criollo, a quien se le quemó la Cineteca, que dejó a cargo del respetado dramaturgo Carlos Solórzano. La idea era hacer grandes producciones para llevar al teatro a la burguesía (entonces) defeña, y con artilugios y buena paga Solórzano, adaptador de la obra de Tolstoi, sacó a Mendoza de su nicho universitario para hacer su primer intento de teatro artístico a lo bestia.

      Quien aprovechó la oportunidad y el presupuesto fue Luna, pues llenó la inmensidad del foro del Teatro Hidalgo con una escenografía espejo que con la luz multiplicaba los efectos visuales para convertir a un puñado de extras en una multitud, por ejemplo. Mas lo sorprendente del espectáculo fue la máquina de vapor que trasladó de la estación de Balbuena al Teatro Hidalgo, parando el tráfico y provocando la mejor publicidad para un acto fallido como obra artística y no por ello desairada por el público, pues metió a 45 mil espectadores porque Silvia Pinal y Carlos Bracho encabezaban el elenco. Cuando entreviste a Mendoza acerca del triunfo de la escenografía sobre la dramática y la dirección, simplemente me dijo:

       Se me escapó de las manos, qué más puedo decir.

 Interrelación y diálogo

Con Juan José Gurrola, su gran amigo desde los inicios de ambos en el teatro universitario, trabajó poco; pero basta su colaboración en el montaje de Lástima que sea puta, de Ford, para no olvidarlo. Con esta obra se inauguró en 1978 el Teatro Santa Catarina, por la plaza del mismo nombre en Coyoacán, un espacio rarísimo para el teatro porque tiene seis lados, un tapanco y unas gradas que invaden el escenario. Proyectado para la UNAM por el propio Luna, a dos cuadras de su casa, el arquitecto escribió, en los textos recopilados por David Olguín para el libro de El Milagro: “Este teatro no es un intento de prolongar el escenario dentro de la sala ?a la manera de Meherhold, agrego yo?, sino de incorporar al público activamente en el escenario, con el compromiso de participar como una fuerza que afecte directamente la escenificación, y con la esperanza de que esta interrelación exaltada se convierta en diálogo”.

 Revelaciones

 Con Julio Castillo (1944-1988), Luna hizo dos escenografías impactantes, la primera para El príncipe de Hamburgo, en el CUT de Coyoacán en 1975, donde los espectadores ocupaban la cima de un pozo en el que ocurría la versión expresionista de otro ser genial, como fue Julio.

      Hasta 1982 volvieron a coincidir en otro hoyo: el sótano de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, donde ambos nos deslumbraron con Armas blancas, de Víctor Hugo Rascón Banda. De nuevo la iluminación de Alejandro transformó un espacio inhóspito en el lugar de la revelación donde, sin cambiarle una coma al texto, Julio develó escénicamente la amistad homosexual de los personajes, acción que mortificó tremendamente al autor que ocultó públicamente hasta su muerte su inclinación amorosa.

       Maese De Tavira evitó conscientemente trabajar con Luna porque, según sus propias declaraciones, las escenografías de Luna eran tan poderosas que marcaban la dirección del espectáculo, y, como se sabe, De Tavira gusta de ser el monaguillo, el coro, el oficiante y el recogedor de las limosnas en su liturgia teatral. Sin embargo,  en 1989  Luna fue su escenógrafo en La conspiración de la cucaña, homenaje a Alfonso Reyes, de una simpleza escenográfica franciscana, pero con una iluminación celestial y un vestuario de Tolita Figueroa igualmente divino.

      Clotilde en su casa, de Ibargüengoitia, en 1990, y La noche de Hernán Cortés, de Leñero, en 1992, ocurrieron en tiempos difíciles para Luis Fernando de Tavira y por primera vez en su carrera no estuvo en todo el proceso del montaje. Tal vez por eso la obra de Ibargüengoitia no fue muy feliz y la obra de Leñero salió adelante por la escenografía y la luz de Luna. Poderosa metáfora del espacio, como una especie de despedida al recurso metafórico de convertir una rampa de madera en el continente del teatro y la representación del Mundo.

 Un maguey

 Conversando con Luna en un café de Pachuca, hacia principios del siglo XXI, me decía, con el cigarro en la mano:

      Yo he trabajado con todos los directores de México, con tres generaciones. Vamos, he trabajado hasta con directores advenedizos como tú. Tú no diriges, tú escribes.

      Me iba a presentar su bosquejo para la escenografía de mi versión “charra” de El Avaro, de Moliere. Desenrolló un pliego de papel sobre la mesa y apareció un maguey, sólo un maguey en todo el escenario. Sin pelar la cara de asombro de los presentes comentó muy quitado de la pena:

      El maguey se puede mover para allá, para acá…

      Yo había conseguido un presupuesto especial para llegarle al mínimo de la tarifa de maese Luna y esperaba algo grandioso. Apareció un maguey, que fue el emblema de la obra más representada continuamente del estado de Hidalgo, y una lección para mí. El secreto del maestro Alejandro Luna es quitar del escenario todo aquello que no tenga un sentido real o simbólico. Sin Alejandro Luna el teatro en México sería una casa vacía. Él la llenó de tiempo y espacio, el nicho de la poesía.



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