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Fantasías románticas: antiguas y modernas


Publicación:12-01-2020
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La princesita que por años había padecido una enfermedad fatal, una mañana ya no se levantó de la cama.

La princesa y el rosal mágico


Olga de León

Hace cientos de años, en tierras muy lejanas, existía un reino al que todos los que lo conocían tenían por mágico. Todo a su alrededor era próspero, hermoso y agradable a la vista. Hasta los humildes, los pobres en riquezas, tenían lo suficiente para vivir tranquilos y felices.


Y, si algo les preocupaba, era que la educación y crecimiento de sus hijos fuera siempre en ascenso y que sus tierras siguieran produciendo para vivir de ellas. Ya fuera a través del trueque de mercancías o por la venta de lo que les restaba después de almacenar para las épocas de “vacas flacas”; como por allí le decían a los años de poca lluvia, escasez de semillas o falta de ayuda para cosechar.


El cielo por esas regiones siempre era azul, limpio y claro, salvo cuando llegaba alguna tempestad empujada por un ciclón que jamás causó daños realmente graves, más bien fortificaba las tierras y permitía una colecta más abundante y al tiempo, alejaba las plagas, especialmente si llegaba en invierno con temperaturas muy frías o congelantes; pero, el mal tiempo nunca se quedaba por más de tres o cuatro días.


Empezaba la primavera, y las rosas que florecieron abundantes y sanas con sus multicolores hermosos seguían asidas a sus tallos, y estos firmes en el rosal, cuyas raíces se nutrían de la humedad que conservaban y con el calor del sol de esos días ya más cálidos que templados. Todas las casas, por pequeñas y humildes que fueran tenían en sus jardines dos o tres rosales al frente, adornando la entrada al hogar.


En el castillo de aquel pequeño reino, que se encontraba en lo más alto del lomerío que rodeaba a la comarca, a un lado del resto de las casas y construcciones del pueblo, incluida la iglesia, la cual estaba en el centro, ligeramente abajo del castillo de los reyes, allí vivía la familia real a la que todos sus súbditos amaban, pues el rey, la reina y su Corte real siempre se habían ocupado de que a nadie de su Comarca le faltase lo necesario para ser felices, y no solo para sobrevivir.


En la residencia real, los rosales engalanaban toda la vista a la entrada y las partes laterales del castillo. Crecían rosales, casi como crece el pasto, por doquiera. Excepto en la parte trasera, donde más bien había árboles y arbustos tanto frutales, como de sombra o simple ornato.


El patio era una especial parte privada para el descanso y solaz de la familia, tenía caminos que conducían al otro lado de las lomas, o guías de césped y pequeñas florecillas multicolores que formaban figuras elegantes y dinámicas para recorrer los caminos próximos al castillo, con algunas fuentes y un par de lagos en donde siempre podía encontrarse patos, cisnes, grullas y otro tipo de aves, propias de esos lugares. También había una laguna y algunos arroyos, por lo que la alimentación marina era igualmente próspera en la región, a donde confluían las aguas del mar durante cierta época del año, y entonces los arroyos se volvían casi ríos de agua salada. El lugar, realmente era como un cuadro sacado de una fantástica pintura o de la ficción de un romántico narrador.


Pero, he aquí que entre tanta belleza, sobresalía un gran rosal de rosas blancas que jamás, en ningún momento, dejaba de florear. Curiosamente, los jardineros trataban de mantener al rosal a cierta altura, de cierto tamaño, pero este crecía el doble cada seis meses. Así, llegó hasta el tercer nivel del castillo, y lucía sus rosas blancas ante la ventana de la alcoba de la princesita, quien a la sazón tenía trece años.


Alcanzada esa altura, el rosal dejó de crecer, mas no dejó de estar pletórico de bellas flores, todas de frondosos pétalos blancos.


La niña solía levantarse y puesta su mirada en el rosal, daba gracias al cielo, a sus padres y a la naturaleza por la belleza que contemplaba desde la mañana hasta la noche, antes de ir a la cama. También, cuando salía al patio se alejaba un poco del castillo, para alcanzar a ver la corona de rosas blancas que portaba su rosal, y desde ese punto lanzaba un deseo al viento que dirigía a sus rosas: “Nunca dejen de florecer, porque el día que lo hagan, ese día yo moriré”. Ese era siempre su único deseo, y luego de pensarlo y decirlo muy bajito, sonreía feliz con la vida y con su rosal.


Las rosas blancas parecían entenderle, pero al mismo tiempo lucían cierta preocupación que se dejaba ver cuando inclinaban sus pétalos hacia la tierra, pues sentían el peso de la responsabilidad con la que la princesita las comprometía. No obstante, ellas siguieron floreciendo sin que se viera que envejecían o tiraran sus pétalos marchitos. Quizás lo hicieran de noche, mientras todos dormían.


La princesita que por años había padecido una enfermedad fatal, una mañana ya no se levantó de la cama. Ese día, al faltarle la oración de su niña, el rosal irrumpió en la habitación a través del cristal de la ventana que rompió con la ayuda del viento, quien lo impulsó… Y sus rosas fueron a dar a los lados, pies y cabeza de la niña, rodeando su cuerpecito; así murió el rosal de las rosas blancas, el que vivió para cuidar de su princesita amada.


Máquina de café


Carlos A. Ponzio de León

Manuel golpeó suavemente el aparato con el que detectaba si había corriente eléctrica transitando dentro de la máquina de hacer café. El restaurante contaba con dos de esos aparatos, por lo que no suspendió la venta de café cuando uno de ellos se descompuso.


Manuel sacó de adentro de la máquina: un tubo enrollado en papel aluminio. Había que limpiarlo cuidadosamente, acomodarlo otra vez en su lugar y reconectar los cables. Realizó el trabajo lentamente, con toda la paciencia que era necesaria para que la cafetera volviera a funcionar.


Cuando terminó, echó a andar la máquina y esta funcionó correctamente. Recibió el visto bueno por parte del gerente del restaurante y se dirigió a la caja a ordenar un café. Se sentó en una mesa y encendió su computadora para revisar el resto de su ruta de ese día: una cafetería al sur de la ciudad y otra en el centro. Cafeteras que conocía muy bien y que no tendría mayor problema en arreglar.


Apagó su laptop y salió del café rumbo a su auto. Condujo hasta Eugenio Garza Sada y llegó a El Cafeto. Al entrar al lugar se topó con una mujer hermosa sentada frente a una mesa redonda: una comensal de cabello largo y lacio que escribía un mensaje por celular. Manuel quería acercársele, sacarle plática, conocerla, hacerse su amigo; pero no sabía cómo. La mujer comenzó a grabar un mensaje de voz y a Manuel le pereció que era la de un ruiseñor que aletea alas multicolores.


Manuel se dirigió con el gerente del local, se presentó, preguntó por la máquina descompuesta y pidió permiso para dirigirse a ella. Comenzó a desarmarla. De frente tuvo a la mujer que había llamado su atención, hasta que no pudo más y se acercó para encontrarla. “Buenas tardes, soy el técnico que vino a arreglar la cafetera. ¿Alguna vez has probado el café aquí?, ¿qué te parece?


La chica primero sonrió. Quería responder con la verdad, que ella no bebía café, pero se dio cuenta que esa respuesta terminaría con la charla, y era evidente que a ella también le atraía Manuel. “Aún no lo he probado”, respondió. “No te preocupes, en una hora quedará lista la cafetera, y yo te invitaré uno para para que me des tu opinión”. Ella sonrió nerviosamente y dijo: “La verdad es que no bebo café”, y se adelantó para continuar: “me puedes invitar un té.” Manuel se sintió brillar. Se sentía grande, agraciado como el árbol más alto del Cerro de la Silla. No sabía si volver a la cafetera, o tomar asiento. “Necesito terminar de arreglar la máquina. ¿Me esperarías?” Ella dijo que sí; traía un libro para leer: novela romántica que había comprado en un Sanborns.


Manuel volvió a la cafetera, nervioso, dispuesto a realizar el trabajo lo más rápido posible. Sacó el tubo, lo limpió, lo volvió a acomodar y reconectó los cables. Quiso echar a andar la máquina; pero no funcionó. Repitió el procedimiento, y nada, tampoco funcionó. Entonces inspiró profundamente. Volvió a repetir el procedimiento; esta vez, lentamente. Notó que el tubo enrollado en aluminio tenía una pequeña avería. La resanó con sellador, volvió a envolver con cuidado, colocó y reconectó. Esta vez, la cafetera funcionó.


Para cuando Manuel se sentó a la mesa de la chica, ella estaba cansada de esperar. “Vayamos a otro lado”, le propuso. Fueron al cine. Se besaron. Tuvieron un noviazgo de tres años y un 18 de agosto, se casaron. La luna de miel fue corta, pero fue la culminación de la espuma de la botella de Champaign que se derrama de gloria en la misma copa.



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