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Pequeño homenaje a Roberto J. Payró


Publicación:29-09-2019
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El despliegue de seguridad enviado al lugar referido por Rufino, donde estaba la misteriosa bodega, llegó sigilosamente; eran doscientos elementos

Cerca del precipicio.


Carlos A. Ponzio de León

El precipicio era profundo: Doscientos metros de altura esperaban al valiente que diera un mal paso, descendiendo desde el lado sur del cerro. Los visitantes eran veinte turistas que viajaron al lugar en un mismo turibús; entre ellos, don Lucas y su mujer: una pareja de edad mediana, sin hijos.


Ambos eran creativos en un programa de aventuras de televisión. Don Lucas, un barrigón cuya única causa era que llegara el fin de semana para descansar, calvo excepto por algunas zonas cercanas a las orejas donde sobrevivía el cabello, era quien proveía las ideas generales de las historias que la pareja fabricaba. Su mujer aportaba los detalles, pero la idea de qué poderes debía tener cada personaje, las definía don Lucas.


Esa mañana, cuando el autobús con turistas arribó a las faldas del cerro, el primero en descender fue él. Y apenas puso un pie en tierra, se escuchó el crujido de la rama que pisó, y luego el rugido de un oso que se encontraba a treinta metros de distancia. Todo mundo quedó quieto adentro del camión, y también don Lucas, a quien tembláronle las piernas sin que nadie lo advirtiera.


Lo insólito de la situación fue que el oso, luego de echar una mirada a don Lucas, decidió alejarse, internándose en el bosque, lejos del camino que los turistas seguirían. De lo que cada uno estuvo seguro, era de lo arriesgado que sería continuar el trayecto. Y también veían en don Lucas al héroe que los había salvado del tremendo oso de la sierra.


Discutieron veinte minutos hasta que don Lucas se ofreció a ir por delante de la caravana. El hombre se sentía uno de los súper héroes que aparecían en televisión; el preferido dentro de sus creaciones: capaz de saltar hasta la azotea de un edificio de veinte metros de altura, o de acabar con un tigre de un puñetazo.


Llegaron así, en caravana, hasta la orilla del precipicio. Nadie atrevíase a acercarse a la orilla, como lo había recomendado el guía de turistas. Entonces don Lucas pensó que esa actitud, de quedarse lejos, no iba con su nueva manera de ser: la de héroe que podía ahuyentar osos de la sierra. Decidió dar dos pasos hasta quedar a tres metros de distancia del precipicio. Alcanzó a sentir un poco de vértigo, pero solo momentáneamente. Respiró profundamente y sintió un escalofrío que identificó como la sangre que debía correr ahora por sus venas, alma y protección de aquel grupo de turistas.


Su mujer no tardó mucho en darse cuenta de lo peligroso que era aquello, cuando le soltó un grito: ¡Lucas! El pobre barrigón saltó del susto, resbaló entre la tierra húmeda y rápidamente cayó alejado de la orilla del barranco; su imagen de héroe se desvaneció.


Una noche pintoresca


Olga de León

Salió de aquella bocacalle oscura sin asomo de luz, cual madriguera de rufianes, pegado a una de las paredes tocándola con su mano izquierda. El ambiente lúgubre no le provocaba temor, pero sí cierto nerviosismo. No le agradó que encontró todo bien dentro de la bodega: -tanto orden es sospechoso, se dijo.


Rufino Dosamantes se había dirigido a la bodega de Casimiro Colmenares, no solo porque lo hubieran enviado sus jefes con esa encomienda, sino porque él quería constatar que allí no había nada que incriminara al dueño ni a sus socios, que no sería necesario que fuesen investigados.


Sin embargo, en el fondo, albergaba la esperanza de que el rumor que llegó al despacho de contabilidad fiscal fuera cierto y no un falso testimonio. De ahí su desaliento tras la revisión que recién hiciera.


Ciertamente, encontró todo en orden. La contabilidad y el reporte de existencias en la bodega coincidían con lo registrado en los libros, y con su revisión recién hecha a lo largo y ancho del lugar.


Por eso salió insatisfecho, pues llegó con la expectativa de descubrir algo turbio o de comprobar que ahí había “gato encerrado”. Quería pescar a Colmenares, se la debía. Pero su pesquisa resultó infructífera: nada fuera de lugar, había.


Salió y se encaminó hacia donde había estacionado su auto. Apenas caminó poco más de treinta metros, cuando notó que un par de sujetos separados entre sí como una cuadra y media, se hacían señas de intercambio de luces con lámparas pequeñas, pero de intensidad suficiente como para que ambos captaran los mensajes que se enviaban.


Rufino no detuvo su andar, solo disminuyó el paso y buscó la sombra de la noche para no ser visto. De pronto, cada uno de los hombres subieron a los vehículos, camiones de carga, y se fueron uno detrás del otro, en dirección clara hacia la bodega de donde Rufino Dosamantes acababa de salir. Entonces, Rufino, quien ya había llegado hasta su auto, subió a él y a razonable distancia siguió al último camión.


Cuando se percata de que ambos vehículos entran a la bodega, detiene la marcha del suyo y se esconde, para luego descender del auto y trata de entrar nuevamente a la bodega. Algo lo paralizó, se quedó quieto bajo la sombra de otro auto que estaba cerca de la puerta principal de la bodega: escuchó ruidos extraños.


De los camiones, solo vio que desaparecían al entrar y cerrarse una puerta de lámina que descendía como cortina del techo. Los ruidos que, antes de que entraran a la bodega, alcanzó a escuchar del interior de las cajas de cada camión, no dejaban duda: transportaban mercancía humana: mujeres, hombres y niños de todas las edades, y seguramente eran muchos y los traían hacinados en esas cajas de los camiones, a juzgar por el clamor que de ellas se filtraba.


Rufino no sería muy listo, pero sí era observador, desde que trabajó en el periódico como reportero haciendo crónica de crímenes, se le desarrolló un cierto olfato para lo oculto detrás de una apariencia blanca o despistada. De ahí su desencanto al no descubrir nada turbio dentro de la bodega. Pero esta sospecha, reafirmó en él la confianza en sus habilidades y decidió enfrentar la situación como mejor sabía: tomando fotografías, y registrando, libreta y pluma en mano, los hechos presenciados.


Acto seguido, buscó algún teléfono público para hacer una llamada desde el lugar en el que se encontraba, para que en la oficina supieran que allí estaba él: cumpliendo con su deber. Necesitaba apoyo oficial para que no se escaparan los implicados en eso que no entendía bien de qué se trataba; y sobre lo que no podía especular más. Debía tener los pelos de la burra en la mano, para decir que se trataba de una burra corrupta, ilegal o lo que fuera que estuvieran haciendo los dueños de la bodega y del “negocio”; Colmenares, entre ellos.


Él sabía que no podía correr el riesgo de equivocarse, como lo había hecho en su último trabajo, en donde después de cronista de notas de crímenes, habíase desempeñado como relator de notas sociales y había dado tal traspiés, que confundió a la amante del alcalde con la esposa y a esta la refirió como la asistente de un empresario de poca monta, emparentado con el negocio de “trata de blancas”. Aquello le valió no solo el despido del periódico, sino que tuvo que cambiar su nombre y apellido para poder conseguir el trabajo que ahora desempeñaba como auxiliar del auxiliar de asistente en la Procuraduría fiscal.


Y, fue así, que de Lucas pasó a llamarse Rufino; Dosamantes lo tomó en honor de una artista de su pueblo, a la que siempre admiró desde chamaco. Este apellido le dio cierto respeto entre los compañeros, pues sabiéndolo no casado, pensaban que al menos tendría reputación viril entre las mujeres.
Estaba a pocos metros de la bodega, dentro de la cabina de un teléfono público, consciente de que debía ser muy certero y puntual en el procedimiento para atrapar la fechoría que estuviera sucediendo dentro de ese local.


“…Sí jefe, alcancé a escuchar muchos ruidos diversos, no se si quejidos y golpeteos de fierros y metales, así como gritos ahogados, a menos que fueran cantos o entrenamiento de voces y zapateos, lo cual dudo mucho. Seguro eran llantos, golpes y quejidos…”


El despliegue de seguridad enviado al lugar referido por Rufino, donde estaba la misteriosa bodega, llegó sigilosamente; eran doscientos elementos.


Puestos con armas y equipo suficiente, ante la cortina de metal que cerraba herméticamente la bodega, listos para abrir por la fuerza si los que controlaban la entrada no salían a su llamado, cuál no sería su sorpresa al abrirse la puerta antes de que la golpearan: el espectáculo dentro de esa “bodega” fue para los ahí concentrados, algo inverosímil.


¡Una compañía de teatro y bailaores de flamenco habían rentado el lugar y estaban ensayando para su próxima puesta en escena! Nada más se supo de Rufino, después de esa noche pintoresca.



« Redacción »