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Defendiendo lo indefendible


Publicación:01-12-2019
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Corre, corre, corre con todas tus fuerzas… le gritaba la vanidad al orgullo. No dejes que te alcancen, porque entonces dejarás de ser quién eres

La leyenda de la Vela Perpetua


En el centro del gran salón de aquel imponente castillo medieval, el que correspondía a la cuarta sala después de la entrada principal, donde se tenían las reuniones de mayor reserva e importancia, las más solemnes de todas cuantas hubiesen, existía una mesa de madera firme, no muy grande, redonda y labrada, en cuyo centro solo se mantenía un candelabro para una sola vela, la cual debía permanecer siempre encendida. Hubiese o no reunión en dicho salón, la vela estaría encendida, esa era la instrucción recibida del Mayordomo en jefe de las Salas de Actos solemnes.


Un buen día, las puertas anteriores a la sala donde estaba la vela perpetua se abrieron repentinamente, de par en par y una a una. Sin embargo, para asombro de los espíritus y fantasmas que en el castillo habitaban, la vela no se apagó; ni siquiera disminuyó su fulgor. Era como si el viento se hubiese detenido justo antes de soplar cerca de ella o, como si la vela estuviese encapsulada en algún caparazón muy resistente e invisible, donde el aire no lograba entrar.


Acto seguido, tras el ventarrón que sopló, un frío intenso penetró y caló cuanto allí estaba… pero la vela siguió encendida, no se apagó. A los pocos minutos, quizás tres o cuatro, comenzó a llover a cántaros dentro del salón. Nadie pudo explicarse tal fenómeno, pues la cúpula del techo no tenía hendidura alguna y las pequeñas ventanas estaban herméticamente cerradas. Las gotas que caían sobre las baldosas del piso, de inmediato se secaban y si bien mojaron un poco la mesa y otros muebles, la vela siguió intacta, no se apagó.


Aquellos hechos, con el paso de los años, los lustros, decenios y siglos, se transformaron en leyendas que iban de boca en boca contándose de un Condado a otro y de la Comarca más próxima a la que estaba más alejada del castillo encantado, como dieron en llamarlo después de lo sucedido.


…De ahí surgió la Leyenda de la Vela perpetua, que se refiere a la vocación férrea por defender lo indefendible, como la muerte de los que mueren, pero no se van, se quedan entre los vivos, por obra y acto divino de la acción de la “Vela perpetua”. Leyenda que posteriormente degeneraría en otras interpretaciones más modernas, como las atribuidas a las mujeres de la vela perpetua, las que se pasan su vida orando, por la causa que fuere pero siempre orando, aunque desconozcan por qué lo hacen… solo saben que deben hacerlo.

Mi cuento favorito del abuelo


-Dragón sin cola-

Hace mucho más que muchos años, en realidad hace millones de años que vivió en el mundo un dragón único en su especie… Empieza relatando mi abuelo este cuento.


Único, lo fue –añade-, porque a diferencia de todos los demás dragones que podían distinguirse por lo más o menos rugoso de la piel, por la pigmentación que presentaba su cuero, así como por su tamaño: inmenso, grande, mediano, o casi pequeño para los cánones establecidos en la prehistoria e historia de su existencia sobre la tierra; además, dice, de las ya conocidas y diferentes tonalidades que tuvieron los dragones… las que iban del café oscuro al negro, o marrón, grisáceo o verduzco; pues sí, además de esas menores diferencias, este el dragón concluye mi abuelo, era único: no tenía cola.


Como lo habéis escuchado, era un dragón sin cola. Y, ya se sabe que si de algo estaban orgullosos los dragones, después de sus grandes fauces, que les permitían mandar bastante lejos sus bocanadas de fuego (que nunca he entendido bien a bien de dónde o por qué les salían llamaradas de la garganta y boca, exclama el viejo), era de su cola. Esta ha sido por siempre el gran orgullo de los dragones, pues incluso cuando se mueven, la cola sigue una especie de ruta y ritmo de baile que -cual ritual mágico- ahuyenta a todo aquel que esté más o menos cerca (entiéndanse por cerca, media milla al menos).


Los demás dragones, tampoco veían con buenos ojos a su pariente sin cola. Eso los incomodaba, les causaba enojo y podían atreverse a discriminarlo, solo por el pequeño detalle de no tener cola. Como todo ser diferente, el dragón sin cola era temido y admirado, por eso ni siquiera se atrevían a preguntarle, quiénes habían sido sus padres o progenitores, y si ellos también habrían sido dragones sin cola.


Mas como siempre sucede, más tarde o más temprano, otro dragón recién llegado de tierras muy lejanas, no contuvo su temperamento y sin pensarlo mucho, en cuanto vio al dragón sin cola, le dijo:


-¿Qué clase de dragón eres tú, que no tienes cola que te pisen? A lo que nuestro personaje, esbozando una amplia sonrisa le respondió:


- De esa clase, justamente, de la que no tenemos cola que nos pisen y por ello podemos atrevernos a señalar en otros los vicios y graves faltas con los que lastiman a nuestra especie y cualquier otra, solo porque se sienten con el derecho de hacerlo debido a su tamaño, al poder de sus enormes fauces y su capacidad para incendiar hasta pueblos enteros, solo porque se les da la gana, o para sacar ventaja de los pequeños y de quienes no buscan dominar al mundo, solo vivir en paz en él.


La cola es un estorbo para moverse con mayor agilidad, pero también debería ser la brújula que permite medir el equilibrio. Si no la saben usar para el bien, entonces para qué la quieren. Llegará el día en que todos los dragones dejarán de tener cola, porque unos a otros intentarán cortárselas, en muestra de mayor poderío individual. Y, eso sería maravilloso, pues un mundo con dragones sin cola que les pisen, sería un mundo más justo, más libre, más honesto y menos vanidoso y superfluo:


-“¿No lo crees así, hermano dragón recién llegado a nuestras tierras?”


- El aludido miró en derredor suyo, y viendo a todos los demás dragones con enormes colas, nada se atrevió a decir. En ese mismo instante, todos los dragones que habían presenciado la conversación entre el nuevo dragón y el dragón sin cola, como si fueran una sola cuadrilla o columna de fieles soldados, se pusieron de rodillas ante el dragón raro y le pidieron que fuera su rey.


Sorprendido nuestro dragón sin cola, dio dos pasos hacia atrás y les dijo:


-Primero, levántense que ningún ser debe estar de rodillas ante otro semejante. Y, segundo, yo no deseo ser rey de ninguna comunidad, solo quiero ser un hijo más… Alguien que pueda vivir en paz, y que de cuando en cuando, pueda dar opinión sobre lo que considere necesario y oportuno opinar. Esto es, quiero ser solo uno más entre los suyos.


-La sabiduría jamás reclama privilegio alguno. Antes bien se pone al servicio de sus hermanos. Tal como quiso ser el dragón sin cola que le pisen.
Ahora entiendo la frase: “…no tiene cola que le pisen”, ¡es por el dragón!, exclamó el niño, al terminar su abuelo el relato de este cuento.

Defendiendo lo indefendible


Corre, corre, corre con todas tus fuerzas… le gritaba la vanidad al orgullo. No dejes que te alcancen, porque entonces dejarás de ser quién eres. Y, el orgullo que estaba muy satisfecho de ser quién era, puso todas sus capacidades y sus destrezas para correr lo más resuelto y presuroso que podía. Pero cuando estaba a punto de alcanzar la meta, llegó no se sabe de dónde la audacia, y sin decir ni pío, ni ahí voy, o quítate porque te tumbo, se le adelantó al orgullo y este quedó reducido a un pertrecho descompuesto que nunca más se recuperó de aquel triunfo de la audacia, que lo relegó a un tercer lugar, pues entre esta y el orgullo quedó la temeridad, otra atleta de avanzada en eso de las carreras con trampa, como que su sinónimo es la osadía, es decir, la prima hermana de la audacia.


Para fortuna de este cuento o fábula, tampoco ganó la audacia, porque antes de que tocara la meta, una paloma blanca con una rosa en su pico se adelantó y premió la paciencia de la oruga que sin haberse anunciado en la carrera, viajó lenta y, al final, llegó volando convertida en mariposa.

COROLARIO


En cierta ocasión, le oí decir a alguien muy querido que lo que en este mundo se necesita para tener éxito es ser audaz, no inteligencia, no bondad, no equilibrio, ni madurez o racionalidad: solo audacia. Nada dije entonces, porque tanto me dolía el que así pensara, como quien de tal suerte se expresaba.


Para mis adentros, solo atiné a subir una oración de esas muy calladitas que suelo tener con mi silencio y que me salen del corazón: “-Señor –rogué- que su error no se lo muestre mi actitud, ni tampoco la rudeza de la vida, que sea suave su reconsideración y nunca se vuelva contra él, como un boomerang, sino como un suave soplo de fraternal viento”.



« Redacción »