banner edicion impresa

Cultural Más Cultural


Ciclos de Creación y Destrucción

Ciclos de Creación y Destrucción


Publicación:12-03-2023
++--

Si el pánico pudiera describirse, sería una ola capaz de voltear un transatlántico

Una paloma inteligente

Olga de León G.

La hormiguita había tenido un receso involuntario de su diario andar por el mundo y por los bosques y mesetas, así como por los más cercanos jardines a su covacha, a donde de tanto en tanto se acercaba para vigilar que los bichos y sabandijas todas que no son sino primos hermanos de los depredadores, no estuvieran haciendo de las suyas, como la que se comen las hoja, flores y hasta pretende acabar con los tallos de los arbustos, esas, como también la cochinilla, entre tantas otras plagas, según la estación del año. ¡Claro que ella nada podía hacer contra ninguna, pero su presencia, de la que ella ignoraba que también era una plaga para los humanos, alertaba a los vecinos de que pronto llovería… En fin, la hormiguita como muchos humanos, vivía engañada de que era muy apreciada por todos… Y,  desde luego, se esforzaba por no molestar.

Nuestra hormiguita colorada de los cuentos favoritos del elefantito azul, con ese espíritu solidario y fraternal que la caracteriza y distingue de todas sus hermanas de la Colonia, siempre le gustaba estar al pendiente de las responsabilidades que sola ella se adjudicaba y que la hacen sentirse útil y muy apegada a su comunidad. Además, es por lo que todo el mundo que la conoce la ama y respeta, aunque solo lo hagan de lejecitos… No sea que sin querer queriendo, la hormiguita por darles un beso, les dé -en realidad- un piquetito. 

Así que después de algunas semanas y par de meses de retiro, a causa de sus males congénitos y de afincamiento neuropatológico, ahora, gracias al tiempo de calor que, ¡por fin!, había llegado, pudo salir del encierro, sin que salieran todas las demás.

Y, ¡cuál no sería su sorpresa!, ¡mayúscula sorpresa! Asomada al mundo, no lo reconoció.

Calles destrozadas, edificios derruidos, casas vacías, perros flacos y perdidos, sin dueños, sin rumbo deambulaban entre escombros y basura. No había gente en la calle, ni en ningún lado; o, si la había, ella no la vio por ninguna parte

Entonces, decidió sentarse sobre uno de los montículos de escombros de concreto, y tomó la determinación de: pensar, tenía que haber alguna explicación, alguien aparecería y le contaría lo sucedido…O, bien, despertaría de esa pesadilla en su camita, dentro de la covacha, y sabría que debería dormir otro rato y luego, pasado el tiempo volvería a salir y todo estaría en orden: casas con jardines pegadas a su hormiguero, niños en sus bicis en la calle, poco tráfico porque esa su colonia era muy tranquila.

Se restregó con una de sus patitas sus ojitos, y casi sin abrirlos, volvió adentro de su pocito hormiguero. Mas, he aquí, que esa no era su covacha, o toda la colonia de hormiguitas hermanas se habían cambiado a otro rumbo.

Ahora estaba peor de confundida: si hacía apenas unos minutos salió y dentro quedó toda su familia, qué habría sucedido para que las hermanas hormiguitas se fueran sin dejarle ningún mensaje ni indicio de por qué se cambiaban. Con esos pensamientos en su pequeña testa, la sorprendió un fuerte movimiento de la tierra sobre el techo del hormiguero. Patitas para qué son, corrió rápidamente hacia la salida y de un salto ya estaba afuera.

  Todo seguía igual que cuando se asomó al mundo la vez anterior: caos total. El mundo ya no era el mundo y la gente habíase esfumado; ¿habrían huido?, ¿a dónde?, ¿por qué? Nada podía saber, sin un humano que se lo explicara. Y, sin embargo, ella seguía con vida…

Pasaron los días, y las noches, y hubo nubarrones y tormentas, por varios días, semanas, quizás meses. Luego, el cielo se limpió, las nubes dejaron de ser negras o grises oscuras, se tornaron algodones entre los cuales comenzaron a emerger  algunas aves de bellos plumajes de diversos colores, también algunas grises y negras; hasta que una paloma empezó a bajar y posarse sobre una rama nueva de un hermoso árbol que parecía cobijar con su follaje a miles de hormiguitas que en filas ordenadas bajaban desde una colina.

La paloma dejó caer algo de su pico, pero la hormiguita no pudo verlo ni saber qué era… Entusiasmada con el regreso de sus hermanas, se dirigió hacia donde ellas parecían ir… ¡un hormiguero!, ¡su hormiguero amado! 

Dicen los que empezaron a regresar, ¡de sabe Dios dónde!, que la paloma los guio por mares y tierra, y los llevó de regreso al mundo, que ya no era el mismo; cómo podía serlo, después de esa iconoclasta e infame cuarta guerra: la guerra de las máquinas y la tecnología contra el cerebro y el cuerpo de los humanos.

¿Qué fue lo que la paloma dejó caer, antes de posarse sobre aquel árbol? 

El paraíso perdido

Carlos A. Ponzio de León

Para Paquito, entrar a la biblioteca de su padre estaba prohibido y cuando el hombre salía de la casa, la cerraba con llave. Un día que el pequeño Paco jugaba en la estancia, haciendo rebotar una pelota de tenis contra la pared para luego capturarla con un guante de béisbol, la pelota se le escapó y fue a dar a la repisa que había encima de la puerta de entrada de la biblioteca y ya no bajó. Paquito se dirigió a la cocina y trajo cargando un banco, lo colocó junto a la puerta, subió encima de él y puedo alcanzar a ver sobre la repisa, además de la pelota, una llave suelta. ¿Sería la de la puerta de la biblioteca de su padre? La tomó y bajó. La punta del metal entró en la cerradura y giró.

La puerta abrió. Paquito dio dos pasos y se encontró adentro. Encendió la luz. Observó las paredes amarillas, los libreros de caoba y el escritorio de su padre. Caminó hasta la cajonera. Su corazón palpitaba como locomotora que emprende el viaje, cada vez más rápido y echando humo. Abrió el primer cajón. Encontró papeles. Abrió el segundo. Encontró fotografías. Papá y mamá con amigos, en bodas, de vacaciones. También notó lo que parecían eran planos de edificios. Cerró el cajón. Abrió el tercero. Encontró una pistola.

La tomó entre las manos. Era un revólver calibre 38, Smith & Wesson. Pero para él, solo era un revolver con el cual podía jugar a policías y ladrones. Se veía descargado. Abrió el cilindro y efectivamente estaba vacío. Volvió a hurgar en el cajón y encontró una caja con municiones. Sacó una bala. Volvió a abrir el tambor y la colocó. Cerró. No parecía estar centrada para dispararse al accionar el gatillo. Oprimió un poco. El cilindro comenzó a girar. Paquito entró en pánico. Soltó el gatillo. Dejó la pistola en el cajón y se dirigió a la puerta. Apagó la luz. Salió, cerró con la llave y volvió a trepar para dejarla sobre la repisa.

El niño volvió a su juego de pelota, pero no podía dejar de pensar en el arma. La bola iba y venía una y otra vez mientras su mente rumiaba en los misterios de un arma real, como las que usan a quienes consideraba los verdaderos policías y a quienes conocía a través de series de televisión. Faltaban dos horas para que sus padres regresaran a casa. Volvió a traer el banco de la cocina, subió por la llave y decidió entrar de nueva cuenta a la biblioteca de su padre.

Tomó la pistola, cerró el cajón y salió de la biblioteca. Anduvo por toda la casa, pegado a las paredes, apuntando a ladrones imaginarios. Corría detrás de ellos, plantaba los pies, apuntaba, colocaba el dedo índice sobre el gatillo y disparaba. El cilindro giraba. Paquito había olvidado que el revólver contenía la bala que había colocado.

Hasta que el estallido lo ensordeció y el balazo fue a destrozar partes de la puerta de la cocina y de una pared. Si el pánico pudiera describirse, sería una ola capaz de voltear un transatlántico; un autobús lleno de pasajeros que cae por un precipicio; una locomotora que parte en dos al tráiler atravesado sobre las vías.

¿Qué hacer? Paquito salió rumbo a la casa que estaba en construcción a media cuadra de la suya. Los albañiles se habían retirado para esa hora. Llevaba un bote vacío de plástico. Tomó yeso que encontró en una enorme bolsa de cartón y regresó a su casa. Agregó agua y aplicó la masa en el agujero de la pared. ¿Y el de la puerta? Pensaba sin que algo se le ocurriera. Entonces recordó que debía devolver la pistola a su lugar. Lo hizo.

Para cuando llegaron sus padres, la casa aún olía a pólvora. Su padre adivinó lo sucedido al ver el hoyo en la puerta. Llamó a su hijo. El niño venía cabizbajo y lento. ¿Debía castigar la desobediencia como Dios había castigado a Adán y Eva? Cuando el padre giró el mentón del niño para ver su rostro, leyó la angustia desorbitada en sus ojos llorosos. “¿Encontraste la llave?”, preguntó el padre. Paquito asintió con la cabeza, sin abrir la boca. Su padre se quedó en silencio un largo rato. ¿Quién tenía la culpa?

El padre se agachó y le dio un abrazo a su hijo. Paquito respiró profundamente y descargó de su espalda el insoportable peso. Una tonelada de acero hirviendo. El padre de Paquito dio gracias a Dios de que el asunto no se hubiera transformado en una desgracia mayor.



« El Porvenir »